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Zelda, Mario y la libertad según Nintendo

Este año hay dos nombres que han destacado más de lo habitual, incluso para los estándares de sus respectivas sagas. Desgranamos algunas claves con las que Nintendo ha revitalizado la exploración de Mario y Zelda en 2017.

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Aunque sea un tema complejo y abierto a interpretaciones, seguro que casi todos podemos coincidir en que si hay un concepto que reside en el corazón de los videojuegos, ese es el de la interacción. Más allá de las historias, de la fidelidad visual o de la expresión artística, la presencia del jugador como agente activo con un papel fundamental en lo que ocurre dentro de la pantalla es lo que define este medio. Desde la decisión de si mover hacia arriba o hacia abajo la pala de Pong, utilizar determinadas materias en los combates de Final Fantasy VII, o reconfortar a Victoria Chase tras manchar su vestido con pintura en Life is Strange, todo videojuego que se precie es un constante ejercicio de elección. Puede ser producto de una reacción instintiva, de una habilidad entrenada, o de una estrategia que tiene en mente el largo plazo, pero al final se reduce a una decisión que provoca consecuencias con las que después ese mismo jugador debe vivir (a menos que exista una mecánica de rebobinado, claro, pero utilizarla ya sería otra elección en sí misma).

Ahora bien, a partir de aquí la cosa se complica, porque puede que todo juego sea interactivo, pero no todo lo interactivo nos entretiene por el mero hecho de serlo. Factores como la naturaleza de las elecciones, el contexto creado en torno a ellas o la validación de sus repercusiones deciden, junto a nuestros propios gustos, el grado de satisfacción con este toma y daca que propone el desarrollador. Son ideas algo abstractas sobre el papel, pero que hoy nos sirven para entender más al detalle cómo funcionan dos de los juegos mejor valorados de un año tan potente como es 2017. Para esto nunca existe tal cosa como la unanimidad, pero Breath of the Wild y el recién estrenado Super Mario Odyssey definitivamente han alcanzado un estatus que se sale de lo común no sólo en términos de videojuegos en general, también dentro de lo que solemos esperar de Nintendo o de las sagas Zelda y Mario en particular. Un éxito que no surge de nombres, suerte o magia, sino de una minuciosa planificación orientada a crear en ambos casos, a pesar de la diferencia de género, un entorno donde el jugador pueda moldear su experiencia y disfrutar haciéndolo.

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Aventura y plataformas respectivamente, Zelda y Mario nacieron casi como los juegos más dispares que se podía producir con el hardware de NES allá por los ochenta. Shigeru Miyamoto, creador de ambos, buscó hacer de Zelda un contrapunto al avance ligero y lineal de Mario, ofreciendo un mundo extenso y con múltiples rutas viables desde el primer minuto. Irónicamente, hay más de esa idea en Breath of the Wild que en todas y cada una de las entregas lanzadas desde 1986. E irónicamente de otro modo, Odyssey ya no es el mismo plataformas directo donde sólo nos tenemos que preocupar por lo que vemos cada segundo en pantalla, no por la estructura a un nivel más global. Es una hermandad aventurera que se remonta a tiempos de Super Mario 64 y Ocarina of Time, cuando el primero sirvió como campo de pruebas para la tecnología 3D y puso las bases del segundo. Ahora, tantos años y rutinas después, ambos se han vuelto a sincronizar para pillar a la industria por sorpresa como si aún estuviésemos en los noventa. Y lo han hecho precisamente gracias al poder de la elección, la libertad de decidir qué hacer y cómo hacerlo en casi cualquier momento.

Siendo juegos tan amplios podríamos detenernos a enumerar infinidad de piezas que contribuyen a su éxito, pero como los dos ya fueron analizados en profundidad es mejor aprovechar este anexo para ponerlos cara a cara y ver cómo se desenvuelven en cosas por las que se suele pasar más de puntillas por respeto al usuario que todavía no ha tenido oportunidad de jugarlos. Hoy vamos a ver cómo Breath of the Wild y Mario Odyssey consiguen mantenerse frescos e interesantes muchas horas después de empezar, o incluso de dejar atrás la secuencia de créditos, así como también las posibles desventajas de los métodos empleados para ello (sí, no va a ser todo cosas bonitas). Aunque nunca hizo falta ocultar que Ganon y Bowser terminan mordiendo el polvo, lo más meritorio de estos juegos es prácticamente todo lo demás, aquello que se construye alrededor de estas batallas climáticas, hasta el punto de que al final quedan relegadas a una nota al pie de página. Si bien seguiremos intentando destripar lo menos posible, sobre todo en el caso de Odyssey por su proximidad, a menudo hace falta una mirada más cercana para entender la envergadura de lo que estos juegos intentan (y en su mayor parte logran) conseguir.

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Para no perdernos en su inmensidad e intentar mantener la entrada lo más organizada posible, la dividiremos en tres grandes bloques que representan diferentes fases por las que suele atravesar el desarrollo jugable: el tutorial, el juego principal y el post-juego.

Tutorial: El arte de guiar sin limitar

Dado que es el bloque más pequeño de los tres, y el que más lejos queda en la memoria cuando damos por terminada nuestra estancia en el mundo virtual, es fácil infravalorar la importancia de una buena introducción o tutorial. Es un trámite que sabemos que va a estar ahí, pero al que sólo prestamos atención de verdad cuando se mueve entre los extremos más positivos o negativos. Zelda, de hecho, es una de las sagas con mayor variación de éxito en su implementación de los tutoriales: desde la no-presencia en el original hasta las horas de introducción forzada por Skyward Sword, Nintendo no siempre ha sabido encontrar un equilibrio entre la necesidad de instruir al jugador en las acciones básicas y el beneficio de dejarle ponerlas en práctica de forma inmediata, o incluso de averiguarlas por su cuenta. Es un problema que se ha venido acentuando en generaciones recientes, donde el equipo de Eiji Aonuma (relevo de Miyamoto al timón de Zelda) ha utilizado estas secciones para familiarizar al jugador con los controles, las mecánicas nuevas de cada entrega y el propio mundo desde un punto de vista narrativo, elementos a menudo entrelazados como parte de un todo.

La idea de casar el argumento con la jugabilidad es una de las cosas “más Nintendo” que hace Nintendo, valga la redundancia, pero empieza a tambalearse cuando la primera come terreno o constriñe a la segunda. Sea por emular tendencias de otros estudios, apelar al mercado occidental o simplemente experimentar, a veces Zelda se ha internado en territorios que distan de ser el fuerte de la compañía japonesa. Sí, la saga ha disfrutado de su buena ración de épica y momentos memorables, pero la filosofía de Nintendo es una que brilla más cuando se dedica a nutrir el mundo como entorno físico y reactivo en vez de como decorado para contar historias. Esto provoca que la intención de enmascarar dos o tres horas de desarrollo sobre ruedines bajo una capa de mayor densidad argumental pueda parecer una pequeña traición para el fan que no acude a estos juegos para ver secuencias, seguir órdenes y avanzar por un camino prefijado desde el que mirar hacia los lados y fantasear con qué otras cosas podría estar haciendo si tuviese la opción de desviarse. Porque el desvío es elección, pero de un grado mayor que el mero movimiento: es una sensación de libertad genuina más allá de la interacción como concepto. Y justo de eso va el tutorial de Breath of the Wild.

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Las horas introductorias de BOTW son en esencia una versión en miniatura del mismo: la Meseta de los Albores nos tienta con un mundo hasta donde alcanza la vista, pero nos mantiene centrados en los objetivos más cercanos al no permitir abandonar sus límites mientras no conseguimos la paravela para planear. En cierto modo los ruedines siguen ahí, pero son casi invisibles al dar opción de afrontar en cualquier orden la búsqueda de tres santuarios, probar diferentes tipos de armas y tácticas contra los enemigos, tener encuentro fortuito con algún jefe, cazar, experimentar con recetas de cocina, o incluso poner a prueba la lógica interna del juego para resolver situaciones que no nos dicen directamente cómo superar. El mejor ejemplo tiene lugar en la ruta hacia el santuario rodeado por una extensión nevada, donde nuestra vida baja de forma continua: el estudio incluye varios métodos para lograrlo, pero deja en manos del jugador interpretar y poner en práctica el que le resulte más conveniente. Sólo una vez superado este rito de iniciación se abre el 95% restante del mapa, donde se presentan muchos otros peligros y situaciones para resolver, pero la transición es suave porque ya nos hemos estado comunicando con el juego mediante el mismo lenguaje que utilizará de ahí en adelante.

Precisamente Mario 64 fue uno de los pioneros en esta clase de aproximación, habilitando el jardín del castillo de Peach para acostumbrarnos al repertorio de movimientos en un entorno seguro. Es el mejor modelo de tutorial, porque dura lo que el jugador quiere que dure, e introduce ese componente de libertad desde el primer minuto sin negar indicaciones a quien las necesite. El estudio liderado por Yoshiaki Koizumi, equivalente de Aonuma a la hora de llevar las riendas de los Marios 3D de GameCube en adelante, ha solido tener bastante tino introduciendo al jugador en entregas recientes, aunque también es verdad que su caso es algo más sencillo: el consumidor habitual no va a Mario buscando historias, ni espera escalar hasta el rango de acciones contextuales o mediante ítems que alcanza Zelda. Aun con esas, se le pueden achacar algunos deslices (el lento arranque de Sunshine palidece ante la extrema eficiencia de Mario 64), y su talento como escritor no encuentra en esta saga el mismo espacio para estirar las piernas que tendría en Zelda (donde participó en las historias de Link's Awakening y Majora's Mask). El entrañable cuento de Estela en Mario Galaxy queda como guiño a esa época, pero desde Galaxy 2 el equipo ha procurado optimizar el tiempo de exposición, algo que se repite en Odyssey.

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Pese a su habitual complacencia argumental, Odyssey abre con un inesperado in media res en el que Bowser ya ha secuestrado a Peach y frustra el primer intento de Mario por salvarla. Además de añadir un pequeño golpe de efecto a un conflicto tantas veces visto, esto permite tomar el control en poco más de un minuto teniendo ya claro el objetivo central (que vale, lo imaginábamos, pero es necesario hacerlo oficial). El mensaje que indica que podemos saltar marca el inicio de un tutorial que abarca desde ese momento hasta la derrota de Madame Broode, segundo jefe del juego. Quizá suene mal, pero lo cierto es que la primera hora es una de las mejor diseñadas de cara a funcionar igual de bien para novatos y veteranos: a falta de un mundo central que desempeñe el papel de espacio seguro y nexo entre niveles, el primero de ellos (Reino Sombrero) se vacía de objetos importantes para cumplir temporalmente dicha función. Así cada jugador puede familiarizarse a su ritmo, practicando los movimientos  de Mario y su nuevo sombrero teledirigido, o correr hacia la torre donde se introduce la primera captura (en rana) y un sencillo jefe que evalúa nuestra habilidad.

Lo que entonces podría parecer el fin del tutorial en realidad no es más que una transición hacia una versión también modificada del segundo nivel, el Reino de las Cataratas, donde se introduce la recolección de lunas (que ahora ya no nos sacan del mundo al conseguirlas), las secciones retro de scroll lateral, enemigos con mayor presencia y la ya citada Madame Broode, que fuerza el uso de la captura en combate con su mascota Chomp. Es importante pararse en esto porque a estas alturas Mario Odyssey puede no parecer un tutorial por incluir ya un espacio de relativa amplitud para explorar y alguna que otra luna extra que añadir a nuestro contador, pero están medidas de modo que la multiluna de Madame Broode sea necesaria para poner en marcha la nave que da nombre al juego. Sólo a partir de ese momento podemos regresar a este o al anterior reino en sus versiones completas, con más enemigos, pruebas y lunas, además de desbloquear un tercero todavía más extenso. Y todo sin que el jugador veterano hubiese sufrido la sensación de estar limitado en sus opciones, ni el novato se abrumase por el exceso de ellas. Pequeños trucos, pero trucos vitales para arrancar con buen pie un Mario que desde Nintendo se ha vendido como sucesor de los plataformas abiertos de antaño.

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Juego principal: El hiper y el multi-sandbox

A falta de un término más preciso, podemos definir como “juego principal” el tramo que va desde el fin del tutorial hasta los créditos. Pasada la etapa de instrucción jugable y argumental, el jugador se mueve con mayor o menor libertad de acción hacia el objetivo central, establecido durante los primeros compases. Por supuesto, en juegos de mayor carga narrativa dicho objetivo puede ir variando, pero Nintendo tiende a poner las cartas sobre la mesa desde el principio para luego centrarse en otras cosas. Es cierto que Zelda ha recurrido a sus giros de guión, incluso ha sido parte de la tradición hacer un pequeño reinicio argumental tras el primer trío de mazmorras, pero es un cambio que suele estar supeditado a las metas jugables (introducir el Mundo Oscuro en A Link to the Past, el Link adulto en Ocarina, etc) y no sólo una táctica para recapturar la atención del jugador tras varias horas de progreso. En cualquier caso, Breath of the Wild prescinde por completo de esta técnica precisamente para alimentar su libertad de elección: una vez superado el tutorial somos libres de ir directos hacia la batalla final si queremos, algo ni siquiera posible en el primer Zelda.

Aquí Nintendo ha ido a por todas y creado lo que podríamos denominar como un hiper-sandbox. Ofrece exploración, misiones secundarias, mazmorras, jefes, recolecciones y distracciones de todo tipo en cantidades industriales, pero ya no se reparten entre “lo que hay que hacer” y “lo que puedes hacer”. Todo entre la obtención de la paravela y la derrota de Ganon es opcional, así que no estamos ante un simple caso de desarrollo flexible, donde la secuencia principal de eventos se puede ramificar entre varias opciones, o el contenido secundario es tan amplio y variado que podemos estar horas sin mover la trama hacia adelante sin que el juego se resienta. La genialidad de Breath of the Wild es que al presentar Ganon como un objetivo ya accesible, pero irrealizable (al menos para la inmensa mayoría), el jugador se ve forzado a forjar su propio camino alrededor de ese castillo central, siempre amenazante en el algún punto del horizonte. Es una idea rompedora para un Zelda que, si bien mantiene la serie de pequeñas historias comunales (hay ciertos paralelismos entre los mini-arcos de las Bestias Divinas y los cuatro Gigantes de Majora's Mask), trata mucho más sobre la agenda del propio jugador que sobre la del estudio o la de Link como personaje.

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Una de las principales razones por las que este planteamiento funciona tan bien, y lo conecta con Mario Odyssey a pesar de sus diferencias estructurales, reside en la acertada elección de las mecánicas base integradas en el personaje. Con esto nos referimos a aquellas acciones que tanto Link como Mario pueden ejecutar (casi) siempre, al margen de la parte del juego en la que estén, y que sirven para que la libertad vaya tanto en dirección del entorno hacia el jugador (“si ves una montaña, puedes subir a ella”) como del jugador hacia el entorno. En el caso de Link, esto queda patente sobre todo a través de dos elementos: la piedra sheikav y el medidor de resistencia. La primera releva a los ítems de usar y olvidar, ya que al aprovechar el tutorial para asegurarse de que disponemos de todas sus funciones (imán, paralizador, témpano y bombas), el resto del juego se puede diseñar de modo que cualquier mazmorra o santuario, así como decenas de elementos repartidos por el mundo exterior, puedan sacarle partido y ofrecer diferentes alternativas para los jugadores creativos.

En cuanto a la segunda, es una especie de moneda de cambio para el movimiento transversal. Escalar, planear, esprintar y nadar son acciones tan básicas como necesarias para alcanzar cualquier punto del mapa, pero el juego regula su uso con este medidor para que no se trivialicen y exista un constante proceso de toma de decisiones durante la exploración. ¿Cruzo el río nadando o creo bloques de hielo para no ahogarme si se vacía el medidor antes de alcanzar la otra orilla? ¿Escalo esta montaña tan alta o doy un rodeo que no me haga caer si calculo mal la distancia? ¿Espero a que escampe la lluvia para no resbalar, pruebo a escalar de todos modos, o busco un rincón cubierto para crear una hoguera y acelerar el tiempo? Aunque el mundo de Breath of the Wild sea absurdamente grande y a veces puedan pasar lapsos de varios minutos entre santuarios o eventos de importancia, es precisamente esta microgestión de energía la que hace que el avance casi nunca sea tiempo muerto. Y de paso aumenta el valor a los santuarios, a priori prescindibles, pero muy útiles gracias a su función de teletransporte y los orbes que podemos canjear por más resistencia.

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Por su parte, Mario Odyssey hace las cosas de una forma algo diferente. Mario no tiene ni medidor de resistencia ni piedra sheikav, pero sí tiene a Cappy, un sombrero que a su modo recoge parte de esas ideas y las reinterpreta. Antes del lanzamiento ya hablamos un poco sobre cómo el mero movimiento podía ser una fuente de libertad y expresión en los Marios 3D, así que tampoco hace falta extenderse mucho en esto. Como buen plataformas, Odyssey integra de partida varias acciones directamente relacionadas con el salto, y luego las combina con Cappy y su capacidad de propulsión para crear lo que podríamos denominar como “combos” (el concepto es el mismo que en beat 'em ups y similares, sólo que aplicado a la navegación en vez de al combate). Odyssey rara vez exige el dominio de una técnica o combo particular, pero da al jugador la opción de usar este repertorio en todo momento, haciendo que la exploración y el plataformeo no tengan que caer en la rutina de repetir siempre el mismo par de acciones, y creando un buen abanico de posibilidades entre las que escoger para hacer frente a retos de mayor dificultad cuando al final sí aparecen.

El “problema” aquí es que Mario tiene un atractivo más universal. A pesar de su giro hacia la aventura, reforzado en Odyssey tras su ausencia en 3D World e implementación aguada en los Galaxy, Mario es una franquicia que por definición apela a todo el público de Nintendo y no pueden darle tanta cancha como tradicionalmente se ha dado a Zelda. La experimentación y la libertad tienen lugar, pero en entornos más controlados, donde jugadores con muy diferentes niveles de aptitud o tiempo disponible siempre pueden sacar provecho de forma casi inmediata. Es lo que nos lleva a la idea del multi-sandbox: en lugar de soltarnos en una gran extensión, el juego se parte en una selección de mundos de menor tamaño, favoreciendo así la densidad, la orientación y la integración de mecánicas propias que pueden o no trasladarse de uno a otro. Como concepto no tiene mucho misterio, a grandes rasgos es la misma estructura que inaugurara Mario 64 en su salto a las 3D, pero el hecho de que más de dos décadas después Odyssey se dedique a reescribirlo en vez de hacer borrón y cuenta nueva como Breath of the Wild respecto a Ocarina of Time dice bastante de la vigencia de su diseño.

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Aquí es donde entra el segundo uso de Cappy: capturar enemigos para adquirir sus habilidades. En el fondo responde a la misma necesidad que la piedra sheikav, crear un segundo repertorio de mecánicas que complemente al movimiento básico para así tener más opciones al resolver situaciones (añadiendo de paso esa riqueza en el combate que Link consigue mediante la recogida de armas). Lo que Odyssey pierde al segmentar el mundo en reinos y crear un desarrollo más secuencial lo gana a la hora de planear cada uno con vistas a sacar partido a sus capturas, que son muchas y muy variadas, sin tener que preocuparse por cómo interactuarían o incluso romperían el diseño de otras zonas. Como consecuencia, es menos flexible a la hora de elegir rumbo y consumir su contenido sin restricciones, no hablemos ya de plantarse ante el jefe final después del tutorial, pero hace valer tanto o más el minuto o minuto al concentrar grandes cantidades de contenido obligatorio y opcional a nuestro alrededor, hasta el punto de que a veces la línea entre ambos se difumina (hay tal cantidad de lunas para recoger que en varios reinos podemos saltarnos el requisito de la trama y avanzar al siguiente antes de tener encuentro con los esbirros de Bowser).

Post-juego: El final sólo es un principio

El post-juego, o post-game, es aquel contenido ideado para jugar tras superar la trama principal, bien porque no se desbloquea hasta después de los créditos o porque su dificultad es superior a la que plantea el camino hacia el jefe final. Es una práctica bastante estandarizada, que la propia Nintendo tiende a usar para seguir escalando desafíos sin negar a la mayoría de sus compradores el derecho a “pasar” el juego. Sin embargo, en Breath of the Wild es difícil, por no decir imposible, separar el post-game del juego principal, ya que técnicamente todo en él tiene potencial para ser ambas cosas en función de las decisiones que tome el jugador. Y esto es genial. Por lo que ya se ha explicado en párrafos anteriores, en su análisis, y seguramente en infinidad de textos publicados en internet desde su lanzamiento. Breath of the Wild es una borrachera de libertad como pocas hayamos visto en cualquier juego, de Nintendo u otra compañía. Pero toda borrachera tiene su resaca, y cuanto más bebemos de este dulce licor, más nos arriesgamos a acabar con algo de jaqueca a la mañana siguiente.

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Aunque no haya un post-juego definido, sí podemos asumir que en el transcurso de la primera partida la mayoría de jugadores completará al menos las cuatro misiones de las Bestias Divinas, ya que el juego las presenta como desarrollo principal y son las tareas que aportan más beneficios para el mismo (tanto a nivel narrativo como de cara a facilitar las cosas en la pelea final). Del mismo modo, la búsqueda de la Espada Maestra no está puesta tan al frente como en cualquier otro Zelda, pero se dan bastantes indicios sobre su existencia y se sitúa en un lugar estratégico del mapa, así que es otra de esas tareas que es mucho más probable que la gente haga antes de la batalla contra Ganon. A partir de ahí, entramos en una zona más gris, donde se encuentran en torno a un centenar de misiones secundarias, los 120 santuarios o las 900 semillas de Kolog, entre otras colecciones menores como la enciclopedia hyliana, trajes y mejoras de diferente tipo. La simple idea de conseguir todo resulta abrumadora, porque el objetivo real de su existencia no es tanto eso como tener siempre algo para hacer, sea veinte horas después de empezar el juego o treinta después de ver los créditos.

Es un diseño inteligente porque justifica la escala del juego, necesaria para vender la sensación de libertad y aventura que busca el estudio. Pero a medida que profundizamos más y más, también es más fácil ver sus limitaciones. La creatividad de los puzles de algunos santuarios sigue sorprendiendo tras decenas de horas, y a veces estas situaciones incluso se plantean en el exterior, antes de abrirlos para recoger nuestro premio (a destacar ejemplos como la isla donde nos privan de todas las armas, o el bosque que está completamente a oscuras). Sin embargo, esta estructura abierta también causa que no haya una escalada clara en la dificultad: pasado el tutorial, casi cualquier otro santuario es accesible, así que del mismo modo que el estudio sabe que puede exigir cualquier habilidad integrada en la piedra sheikav desde ese momento, no tiene forma de saber hasta qué punto el jugador está preparado para afrontar los retos más sesudos. Definitivamente sí hay algunos santuarios más elaborados que otros, pero dada su cantidad y falta de orden, ni en ellos ni en las Bestias Divinas alcanzamos los niveles de complejidad de muchas de las mazmorras clásicas de la saga.

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Algo parecido, o incluso más llamativo, ocurre con el combate, que en vez de escalar termina por ser cada vez más fácil. Las primeras horas del juego sorprenden viniendo de la Nintendo actual, porque están llenas de muertes y aprendizaje a la fuerza. Sin embargo, en algún punto del camino, probablemente incluso antes del enfrentamiento con Ganon, la mayoría de jugadores adquieren los conocimientos y herramientas necesarias (cocina, ampliación de corazones, mejores indumentarias y armas, capacidad de resurrección cada cierto tiempo, etc) para evitar casi por completo la pantalla de fin de partida. Pero, y es un pero importante, se trata de una capacidad perseguida y obtenida por el propio jugador. Nosotros llegamos a ese estado de forma voluntaria, es una recompensa a nuestro esfuerzo y no un desajuste del diseño, que quizá se podría retocar para forzar una curva más al uso, pero en su forma actual funciona y se sirve de recursos como la rotura de armas, las tormentas con descargas eléctricas (equivalente de la lluvia para la escalada) o los geniales Centaleones para que el jugador aún tenga razones para mantenerse alerta tras 50 o más horas de juego.

Su método para evitarlo es de los mejores que hemos visto, aunque la realidad es que no importa lo grande, variado o impredecible que sea un mundo, es inevitable que tarde o temprano aparezca la rutina. Y en el caso de Breath of the Wild puede ser bastante antes de alcanzar el 100%. No sólo es una expectativa poco realista en términos de tiempo, sino que además implica repetir un puñado de santuarios casi idénticos (20 de los 120 son pruebas de combate), participar en algunas misiones secundarias que no tienen tanto trabajo detrás como otras, y la ya comentada búsqueda de los Kolog, que funciona bien como incentivo a corto/medio plazo, para premiar al jugador que se aparta del camino con puzles y la posibilidad de ampliar su inventario, pero no tanto como tarea a completar por su absurda cantidad y la nula orientación para lograrlo. Casualidad o no, esto de paso nos sirve para volver a Mario Odyssey, que para no ser menos ha cambiado el clásico sistema de las 120 estrellas por una recolección de centenares y centenares lunas que lo acerca al terreno de los Kolog.

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Pero lo primero es lo primero, y en Mario Odyssey sí podemos trazar una línea clara donde empieza el post-juego: a diferencia de Breath of the Wild, donde vencer a Ganon sólo aporta una satisfacción personal y sensación de cierre con la trama principal antes de volver a una Hyrule todavía ensombrecida por su amenaza, Odyssey sigue hacia delante y genera nuevos eventos a partir de la derrota de Bowser. No sobra recalcar tampoco que, si bien hay un requisito mínimo de lunas para llegar a la batalla final, y por extensión al post-juego, representa un porcentaje más pequeño de la cantidad total que en otros Marios 3D. Cantidad que además luego se amplía de forma considerable con el acceso a algún que otro reino nuevo y, sobre todo, la aparición de muchas más lunas en aquellos que hemos ido visitando a lo largo del juego principal. Así, Odyssey combina el post-juego de 3D World, donde se añadían varios mundos con fases nuevas y versiones más difíciles de otras ya vistas, con las estrellas verdes de Galaxy 2, que se repartían por ubicaciones nuevas de los niveles en los que ya habíamos conseguido las 120 iniciales.

Una premisa genial sobre el papel, que hace del post-juego un tramo más largo que el juego principal, pero de nuevo tiene cierta contrapartida en la ingente cantidad de lunas incluidas. Por primera vez, éstas actúan a la vez como las estrellas normales de Mario 64 y compañía, premios por vencer a jefes, alcanzar determinados lugares, ayudar a personajes o superar retos plataformeros a lo niveles sin ACUAC de Mario Sunshine (brillantes aquellos que nos quitan a Cappy para demostrar la dependencia que acabamos interiorizando); pero también como las estrellas verdes de 3D World, repartidas por los niveles para incentivar la observación del entorno, aunque por norma tan sencillas de encontrar que a menudo lo hacemos sin darnos cuenta o repitiendo patrones muy similares. Al igual en el caso de los Kolog, el problema no reside en cada uno de forma individual, ya que son alicientes que consiguen que cada rincón de cada reino tenga algo de valor, y palía las posibles dificultades de los jugadores noveles para cruzar a través de los cuellos de botella del juego (algo en lo que Zelda no tiene que pensar). Pero como consecuencia, también provoca que ir a por el 100% pueda no ser una experiencia tan agradable como llegar hasta 500 ó 600 lunas y pasar página.

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El precio de la libertad

Es posible que en el anterior bloque el texto haya girado hacia un tono algo más negativo, y sería una pena cerrar con esa sensación. Si acaso, el mensaje que debería quedar al final es el de que no existe el juego perfecto, al menos en la liga en la que se mueven los títulos de esta envergadura, porque ningún desarrollador, ni siquiera Nintendo, puede dedicarse a ampliar más y más su contenido sin tener que hacer concesiones por algún otro lado. Uno puede coger una propuesta sencilla como Tetris, Arkanoid o Pac-Man, pulirla bien y evitar que tenga fisuras. Pero cuando tu objetivo es crear una aventura con presentación continua de nuevos escenarios, desafíos y mecánicas, que oscile entre las 20 y las 200 horas de vida útil, y que dé al jugador plena libertad para elegir su dirección y ritmo de exploración en casi todo momento, sencillamente no puedes anticiparte para cubrir cada necesidad que va a surgir por el camino.

Al final del día, cada jugador va a tener su propia experiencia, y probablemente algunos de los que hayáis tenido la paciencia necesaria para leer todo esto (equivale por lo menos a buscar 50 Kolog) en algún momento habréis pensado “pues a mí esto no me parece mal” o “no creo que valiese la pena sacrificar tal cosa para conseguir esta otra”. Es parte de la dificultad de crear un videojuego: no sólo hay que saber programar, sino también tomar las decisiones adecuadas para que luego el consumidor que está al otro lado disfrute tomando las suyas con el mando. Es por eso que Breath of the Wild y Mario Odyssey merecen ser celebrados. No por hacer todo bien, sino por intentar hacer tantas cosas al mismo tiempo y conseguirlo con una proporción de éxito contundente. Ambos juegos son una lección para sus respectivas sagas (lo que tampoco implica que deban ser los favoritos de todos los fans), para la propia Nintendo porque se ha forzado a ampliar sus horizontes, y para cualquier estudio que pretenda hacer juegos de esta escala manteniéndolos frescos el mayor tiempo posible. Como en la vida misma, las mejores aventuras también tienen altibajos, pero no por eso vamos a dejar de querer embarcarnos en ellas y disfrutar de sus posibilidades.